Luego de 16 años al frente de AIPE (www.aipenet.com), una empresa periodística
dedicada al análisis y discusión de los principales temas económicos y
políticos que afectan a la región, estoy convencido de que a menudo
comprendemos mejor lo que sucede en nuestro propio patio cuando observamos el
desarrollo de problemas similares que confrontan países vecinos y demás
regiones de América Latina.
Voy a comenzar contándoles brevemente unas pocas experiencias personales que
creo reflejan algunos de los males que en diferentes grados han afectado a
gran parte de América Latina.
Poco después de la muerte de mi hermano Luis Henrique, leyendo papeles suyos
me encontré una historia fascinante que me hizo comprender mejor lo que el
economista austriaco Friedrich Hayek llamó “el camino de servidumbre”, sendero
predilecto de los gobernantes venezolanos. Mi hermano, quien era 9 años mayor
que yo, relata su visita a nuestra madre en la clínica, en 1939, cuando yo
nací. Cuenta que al entrar al hospital saludó a una muchacha que salía con su
recién nacido en los brazos. La reconoció como trabajadora de la fábrica de
nuestro padre y me enteré que, en aquellos tiempos, esa empresa pagaba el 95%
de los gastos médicos de todos sus trabajadores, quienes recibían atención
médica en la Policlínica Caracas, entonces el mejor hospital privado del país.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando, por presiones del
Departamento de Estado, se creó en Venezuela el Instituto de Seguros Sociales
para comenzar a socializar la medicina y centralizar las jubilaciones.
Entonces, las Naciones Unidas recomendaron al médico chileno Salvador Allende
para que asesorara al gobierno venezolano en la creación de ese instituto. Los
impuestos a las nóminas de sueldos que seguidamente impuso el gobierno
nacional hicieron que pronto desaparecieran todos los programas privados de
atención médica a los trabajadores y sólo aquellos venezolanos con altos
ingresos pudieron desde entonces tener acceso a clínicas privadas.
Las buenas intenciones políticas a menudo causan males no previstos y como la
prioridad absoluta del partido gobernante suele ser ganar las próximas
elecciones, se dificulta y hasta se imposibilita que a tiempo se corrijan
nefastos errores.
Las estadísticas muestran de manera dramática los cambios sufridos en
Venezuela entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Por ejemplo, en
1958 el ingreso per cápita del venezolano equivalía a 78% del ingreso per
cápita en Estados Unidos. Mientras en la década de los años 50 el ingreso de
los venezolanos aumentó en más del doble, a partir de 1960 -bajo una política
económica que el propio presidente Rómulo Betancourt definió como “socialismo
en alpargatas”-- la población ha crecido más rápidamente que la economía.
Hoy, a pesar del precio récord del petróleo, el ingreso promedio del
venezolano fluctúa alrededor del 15% del ingreso promedio en Estados Unidos,
mientras que todo lo contrario ha estado sucediendo en países ex-comunistas
como Estonia y la República Checa, al igual que en los llamados tigres y
dragones de Asia.
Yo me gradué de una universidad americana en 1962 y recibí varias ofertas de
trabajo para quedarme allá. No las tomé en serio porque para mí el futuro
estaba en Venezuela. Pero apenas un par de décadas más tarde, cuando mis hijos
se graduaron de universidades americanas, ellos no dudaron en quedarse a vivir
en Estados Unidos. En Venezuela se notaba ya un cambio profundo; de ser un
país floreciente y próspero que atraía a cientos de miles de inmigrantes de
todas partes del mundo y donde gran cantidad de ejecutivos y técnicos de las
multinacionales petroleras preferían quedarse a vivir después de su
jubilación, se ha convertido en un país de emigrantes, exportador neto de
talento y de capital privado. Las aplicaciones de venezolanos que quieren
venirse a vivir en Colombia se dispararon 300% en los últimos dos años.
En Miami, así como en los años 60 se veían a médicos e ingenieros cubanos
lavando ventanas y cortando la grama, hoy vemos a muchos venezolanos jóvenes y
viejos tratando de rehacer allá sus vidas de la misma manera.
Para terminar con estas breves anécdotas personales, les contaré por qué vivo
y trabajo en Estados Unidos desde hace 20 años. En 1987, yo era director
general de El Diario de Caracas, cuya línea editorial era muy crítica del
intervencionismo y desenfrenada corrupción del gobierno del entonces
presidente socialdemócrata Jaime Lusinchi. El periódico pertenecía al grupo
Radio Caracas Televisión, cuya licencia de transmisión vencía en mayo de 1987.
Los dueños de la empresa fueron entonces informados desde el palacio
presidencial que la licencia no sería renovada a menos de que yo fuera
despedido.
48 horas antes de ser despedido, una fuente cercana al partido de gobierno me
informó que el ex presidente Carlos Andrés Pérez había dicho esa mañana, en la
sede del partido Acción Democrática, que el problema conmigo ya había sido
resuelto.
Fui despedido y la licencia de RCTV fue renovada por 20 años.
Dos días después de mi salida del periódico, mientras el presidente Lusinchi
visitaba la redacción de El Diario de Caracas para celebrar su victoria y
sonreído declaraba que “es pecado hablar mal del gobierno”, lo cual apareció
al día siguiente como titular de primera página, yo confrontaba falsos cargos
en un tribunal penal, donde el juez Cristóbal Ramírez Colmenares me informó,
sin titubear y apuntando al techo con un dedo, que él necesariamente tenía
que seguir “instrucciones de arriba”.
Decidí entonces emigrar a Estados Unidos y, poco después, habiendo el gobierno
logrado lo que buscaba, se retiraron todos los cargos en mi contra.
Como todos ustedes saben, en mayo de este año se repitió la historia en
Venezuela, pero con un final mucho más triste: Hugo Chávez no renovó la
licencia de transmisión a Radio Caracas Televisión, canal que fue reemplazado
por otra televisora más de propaganda gubernamental que, además, se apoderó de
130 millones de dólares en equipos y antenas de transmisión, sin pagar un
centavo a los dueños.
Cuando no hay respeto por las libertades civiles ni los derechos de propiedad,
surgen multimillonarios ganadores, mientras que los perdedores son aplastados,
dependiendo de quién se ha ganado o comprado el apoyo oficial. Para ilustrar
ese hecho y terminar con el triste caso de Radio Caracas Televisión, les
cuento otra sorprendente coincidencia. Hace 20 años, Carlos Croes era el jefe
de la Oficina Central de Información del presidente Lusinchi; es decir, su
ministro de propaganda y censura. Hoy el Sr. Croes es vicepresidente de
Información de Televen, uno de los canales privados de televisión que
resultaron más beneficiados con el cierre de RCTV, empresa que a lo largo de
53 años fue el más exitoso medio publicitario venezolano.
Sí debo aclarar que no solamente Chávez y los presidentes de Acción de
Democrática han sido enemigos de la libertad de prensa. El presidente copeyano
Rafael Caldera me llamó públicamente “traidor a la patria”.
Un artículo mío publicado el 22 de julio de 1994 en el Wall Street Journal,
relatando las fracasadas políticas estatistas del gobierno venezolano, causó
la furia del entonces presidente Rafael Caldera, quien en un discurso al día
siguiente, en la Décima Convención Nacional de Periodistas dijo: “A mi me
duele profundamente cuando veo venezolanos que llegan a adquirir la
posibilidad de escribir o informar para órganos de prensa internacional...
diciendo que Venezuela va al desastre, eso es una traición a la patria, ese es
un crimen contra Venezuela. Creen que por hacerle daño a un gobierno tienen
derecho a presentar toda una serie de infamias. Y yo espero que algún día el
tribunal disciplinario del Colegio Nacional de Periodistas le dé una sanción
moral expulsando a esos criminales que usan las columnas de la prensa
extranjera para denigrar de Venezuela, para presentar un panorama negativo de
nuestro país”.
El presidente Caldera evidentemente ignoraba que en Estados Unidos no hay que
ser miembro de ningún colegio de periodistas ni de ningún sindicato para
escribir en la prensa, ya que la primera enmienda constitucional garantiza la
libertad de expresión y de prensa.
En Venezuela y en muchos otros países latinoamericanos, la democracia que
logramos tras la desaparición de las viejas dictaduras militares falló en
garantizarnos el principal derecho humano: el derecho a ganarnos la vida en el
trabajo de nuestra preferencia, para luego disfrutar libremente de la
propiedad adquirida con nuestro propio esfuerzo.
El termómetro de nuestros recientes y actuales quebrantos estatistas, a la vez
que el más confiable indicador del bienestar y crecimiento económico
latinoamericano o, por el contrario, del aumento de la de corrupción, hambre y
miseria es el grado de libertad de mercado que gozan nuestros países. Es
decir, el nivel o cantidad de trabas burocráticas, permisos, aranceles,
licencias, autorizaciones, cuotas, regulaciones, concesiones, franquicias,
colegiaturas, sindicatos únicos y demás artificios con los que funcionarios
públicos discriminan en contra del pueblo, impidiendo el libre acceso tanto al
trabajo como al mercado y despojando a la gente de su más importante derecho
civil, el de ganarse la vida haciendo lo que más les gusta, lo cual suele
también ser lo que mejor hacen.
En nombre de la justicia social, el gobierno venezolano anunció hace pocos
días que se va a imponer por decreto una ley de Estabilidad en el Trabajo,
bajo la cual nadie podrá ser despedido, trasladado de cargo o desmejorado en
sus condiciones, sin la previa autorización del gobierno. Esta nueva normativa
reemplazará la inamovilidad general que ha estado vigente desde el año 2003.
Con razón, la semana pasada el director ejecutivo de la Cámara de Comercio
Colombo-Americana declaró a Reuters que
“Chávez ha sido un
gran promotor de la inversión extranjera en Colombia”,
refiriéndose al traslado de Caracas a Bogotá de las sedes de varias empresas
norteamericanas que temen las consecuencias del manifiesto colapso del Estado
de Derecho en Venezuela.
El triste resultado del extremismo intervencionista lo muestran claramente las
estadísticas de la Confederación Venezolana de Industriales: de 11.000
industrias que existían en Venezuela en 1998, quedan menos de 7.000 y el
número de empleos perdidos en el sector industrial, en los últimos diez años,
pasa de 500.000.
Por su parte, las estadísticas del gobierno muestran más bien una disminución
del desempleo debido a que el número de empleados públicos ha aumentado 45%
bajo la presidencia de Hugo Chávez. Sin embargo, más de la mitad de los
trabajadores venezolanos forman hoy parte de la economía informal.
La avanzada socialista siempre enarbola la bandera de la “justicia social”,
cuya popularidad se debe en parte a que no tiene una definición clara y
precisa. Cada político la define según conviene en el momento, para lograr
apoyo a su proyecto de ley o la regulación de alguna actividad.
La expresión “justicia social” fue por vez primera utilizada por un sacerdote
siciliano, Luigi Taparelli, en 1840 y pronto se la apropiaron las élites
intelectuales que aspiraban conducir el mundo a la utopía del “socialismo
científico”, donde la razón y mentes privilegiadas regirían el universo. Ellos
sabían mejor lo que a la plebe ignorante realmente convenía. Así, la “justicia
social” desde temprano estuvo ligada a la economía dirigida y planificada.
Según los políticos en ejercicio, el individuo importa poco vis-a-vis el bien
común.
Al comienzo había mucho de buenas intenciones en el concepto de “justicia
social”, como por ejemplo que la gente acomodada ayudara a través de
fundaciones caritativas privadas a colegios y hospitales, como también a la
adaptación de campesinos a los nuevos centros industriales. Pero el profesor
Hayek fue uno de los primeros en denunciar la “justicia social” cuando esta
dejó de ser una virtuosa y bondadosa decisión espontánea y personal de ayudar
al prójimo
para convertirse en
imposiciones -desde las alturas del poder- de un abstracto y manipulable
ideal.
Se creó así una falsa imagen de la gente común como víctimas, ya que al haber
víctimas tiene que existir un victimario.
El filósofo polaco
Leszek Kolakowski, en su historia del comunismo, escribió que el paradigma
fundamental de esa ideología estaría para siempre garantizado porque tu
sufrimiento es causado por opresores y las cosas malas que te suceden no son
culpa tuya sino de los ricos de tu país, o peor aún, de los ricos de ultramar.
Claro, el remedio comunista, nazi y fascista para acabar con la injusticia
social condujo a hambrunas, campos de concentración y cientos de millones de
muertos, resultados infinitamente peores que el mal fantasmagórico inventado
por intelectuales como excusa para detentar el poder.
En el tercer volumen de su obra titulada “Principales corrientes del marxismo”
(publicado en 1978), Kolakowski escribe que
“el marxismo
actualmente ni interpreta ni cambia al mundo: es meramente un repertorio de
consignas que sirven para organizar variados intereses”.
Según Hayek: “Una de las grandes debilidades de nuestro tiempo es que no
tenemos la paciencia ni la fe para crear organizaciones voluntarias con los
fines que valoramos,
sino que de inmediato le pedimos al gobierno que utilice la coerción (o fondos
sustraídos coactivamente) para cualquier cosa que parezca deseable para
muchos. Sin embargo, nada tiene peor efecto sobre la participación ciudadana
que cuando el gobierno, en lugar de ofrecer meramente la estructura esencial
para el crecimiento espontáneo, se vuelve monolítico y se encarga de todas las
necesidades, las cuales en realidad pueden sólo ser satisfechas por el
esfuerzo común de muchos”.
Para Hayek, la justicia es siempre individual y “nada ha destruido más
nuestras garantías constitucionales de libertad individual que el intento de
alcanzar el espejismo de la justicia social”. El mercado premia a quienes
mejor satisfacen los requerimientos y necesidades de los consumidores y
manipular los premios significa fomentar la ineficiencia y la pobreza misma.
Ya vimos con horror
los logros de Stalin, Mao y Castro bajo el lema marxista “de cada uno según su
capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Hoy es políticamente incorrecto mencionar una triste realidad, que las
dictaduras militares del pasado --a pesar de haber hecho mucho daño-- a menudo
tuvieron la ventaja de que los gobernantes de aquella época se contentaban con
ejercer el poder político con mano dura, mientras que permitían amplia
libertad económica a la ciudadanía. Algunos amigos del palacio presidencial
disfrutaban, desde luego, de la concesión de ciertos y determinados monopolios
y oligopolios, pero predominaba la libre competencia, importaciones sin cuotas
ni aranceles y, sobre todo, un creciente flujo de inversiones extranjeras, lo
cual no solamente mejoraba los niveles de salarios, sino que fomentaba la
creación de una fuerza laboral calificada y productiva, que no aspiraba a
vivir de las dádivas de los políticos, sino del sudor de su frente.
A fines de los años 50 había más inversión norteamericana en Venezuela que en
todo el resto de América Latina. Y pienso que la mejor universidad que por
muchos años tuvimos los venezolanos fue la Creole Petroleum Corporation,
subsidiaria de la Standard Oil. Técnicos y administradores que escalaban
posiciones en la Creole solían recibir las más atractivas ofertas de trabajo
de parte de empresarios criollos que querían asegurarse de contar con gerentes
y administradores competentes en sus empresas. Esa concentración del talento
en la industria petrolera fue una de las razones del éxito petrolero
venezolano, pero el lanzamiento del cartel de la OPEP y la politización de
nuestra principal industria pronto comenzaría a cambiar el panorama económico
nacional.
Es importante recordar que
la fundación de la OPEP, el 17 de septiembre de 1960, fue idea del entonces
ministro venezolano de Minas e Hidrocarburos, Juan Pablo Pérez Alfonzo,
quien convenció a cuatro
mandatarios del Medio Oriente a formar un cartel para asegurar así altos
ingresos para los países productores de petróleo. En 1960, las exportaciones
petroleras de Venezuela representaban 60% del comercio petrolero
internacional, mientras que los países árabes exportaban a unas pocas naciones
europeas.
En 1974, el presidente Carlos Andrés Pérez, quien había sido ministro del
Interior de Rómulo Betancourt, procedió a estatizar la industria petrolera.
Allí está la prueba de que la nueva clase política venezolana que surgió a
raíz de la caída del régimen dictatorial del general Marcos Pérez Jiménez, el
23 de enero de 1958, no se contentaría con ejercer el poder político, sino que
también ambicionaba el poder económico.
En 1961, el presidente Rómulo Betancourt anunció que no se otorgarían nuevas
concesiones a las empresas petroleras extranjeras y éstas, lógicamente,
comenzaron a repatriar sus capitales y a buscar otras áreas de exploración.
Esto causó una gran presión sobre el bolívar, el cual sufrió entonces su
primera devaluación del siglo XX.
Uno de los pilares fundamentales de toda economía floreciente es la solidez de
su moneda. El bolívar venezolano, hoy convertido en miserable “chavito”,
mantuvo su valor de un gramo de oro a lo largo de 82 años, desde 1879 hasta
1961. Desde entonces, el valor oficial del bolívar con respecto al dólar ha
caído 63.500% y su poder adquisitivo en más del doble de eso. Este es el
verdadero termómetro del robo perpetrado por los gobernantes al pueblo
venezolano. Y, como sabemos, los más afectados por la inflación no son los
ricos con propiedades inmobiliarias y cuentas en dólares en el exterior, sino
los más pobres que ven desaparecer sus pequeños ahorros.
Para financiar los
crecientes gastos del estado, la clase política latinoamericana suele preferir
la inflación al aumento de impuestos. Esta no tiene que ser aprobada por
ninguna legislatura y afecta menos a los amigos del palacio presidencial. Lo
que sí se requiere es la politización del Banco Central, lo cual en el caso
venezolano ocurrió a mediados de los años 70, bajo el presidente Carlos Andrés
Pérez. Desde entonces, el Banco Central de Venezuela ha sido utilizado para
ganar elecciones imprimiendo billetes y la serie de frecuentes devaluaciones
del bolívar fue comenzada por el presidente socialcristiano Luis Herrera
Campins en 1983.
En la década de los años 50, la inflación en Venezuela era inferior a la de
Estados Unidos. Por el contrario, en apenas el primer semestre de 1996, la
inflación venezolana superó a la que habíamos experimentado a lo largo de 27
años, desde 1946 a 1973. Sin embargo, debo reconocer que los gobernantes
venezolanos no han sido los más ladrones de América Latina. El Che Guevara, al
ser nombrado presidente del Banco Central de Cuba por Fidel Castro en 1959,
procedió a borrarle dos ceros al peso cubano y en Argentina le borraron 17
ceros a la moneda entre 1971 y 1991.
El tercer pié del trípode en que se apoyaría “el socialismo del siglo XXI” de
Hugo Chávez fue la politización del sistema judicial. El general Marcos Pérez
Jiménez tuvo un honorable ministro de Justicia, Luis Felipe Urbaneja, quien
creó un sistema judicial regido por jueces honrados e imparciales. En el campo
político se cometieron detestables injusticias durante la dictadura militar,
pero eso no ocurría en los tribunales.
En 1968, el partido Acción Democrática perdió las elecciones presidenciales,
pero mantuvo una mayoría en el Congreso, la cual utilizó para ponerle la mano
al sistema judicial, a través de una ley que convertía el nombramiento de
jueces en una función de los resultados electorales. Así se enterró en
Venezuela el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, se politizó y se
corrompió al sistema judicial, con el nombramiento de jueces según su
afiliación política y en proporciones que reflejaran los resultados
electorales.
La consecuencia casi inmediata de ese cambio en la selección de los jueces fue
la compra y venta de sentencias. La gente influyente y los conocedores del
medio sabían a cuáles abogados acudir en caso de cualquier problema legal,
mientras que los venezolanos pobres languidecían en las cárceles por años sin
ir a juicio. Según distinguidos abogados caraqueños, ya en los años 90 una
orden de detención en las cárceles de Caracas podía equivaler a una virtual
condena a muerte.
Es comprensible el culto a la democracia en una región del mundo que desde los
tiempos de la independencia sufrió frecuentes y crueles dictaduras, pero como
solía decir mi fallecido amigo, el brillante economista inglés Arthur Seldon:
“no basta con implantar la democracia política. El mercado garantiza mejor la
libertad de los ciudadanos”.
La realidad es que la libertad económica suele conducir a la libertad
política, como sucedió en Chile, pero la libertad política no conduce
necesariamente a la libertad económica, como vemos en el triste caso
venezolano y de muchas otras naciones del hemisferio.
No hay duda de que los ciudadanos disfrutamos de nuestra libertad política en
importantes pero contadas ocasiones, al elegir a nuestros alcaldes,
congresistas y presidentes cada cierto número de años, pero la libertad
económica la ejercemos en infinidad de ocasiones todos los días de nuestras
vidas.
La incongruencia de la filosofía política que prevalece en gran parte de
América Latina es que nosotros, los ciudadanos, tenemos el derecho y estamos
capacitados para elegir a los gobernantes y legisladores, pero ellos, una vez
encargados del poder, son quienes determinan lo que podemos hacer o no con
nuestras vidas y con nuestra propiedad, por lo que con inusitada frecuencia
utilizan la excusa del bien común para aplastar nuestros derechos civiles y
nuestra libertad individual.
Pienso que la principal razón por la cual nuestro hemisferio no avanza hacia
la prosperidad económica que están alcanzando muchos países de otros
continentes, que solían ser mucho más pobres, se debe a que nuestros políticos
y gobernantes no creen en gobiernos limitados. Como claramente lo expresaron
hace más de dos siglos los próceres fundadores de Estados Unidos, la razón de
ser del gobierno es la defensa de los derechos del ciudadano a la vida, a la
propiedad y a la búsqueda de su felicidad.
Los países ricos quizás se pueden hoy dar el lujo de irrespetar tales
principios fundamentales, aunque hasta los políticos franceses se están dando
cuenta que cuando el gasto del estado de bienestar alcanza 54% de Producto
Interno Bruto, desaparece el crecimiento económico y la gente joven emigra o
vive de la caridad pública porque no consigue empleo, a pesar de la
políticamente atractiva jornada laboral francesa de 35 horas a la semana.
En ese sentido, algunos de los tradicionales
enemigos del verdadero bienestar latinoamericano forman parte, desde hace
décadas, de las burocracias de las Naciones Unidas y demás organismos
internacionales. Tales voces se unen a las de reciclados burócratas
latinoamericanos que antes imponían sus fracasadas ideas dirigistas en sus
países de origen, mientras que hoy lo hacen desde envidiables cargos libres de
impuestos y desde elegantes oficinas en Nueva York, Washington, Ginebra, París
o Bruselas. La repetitiva fórmula suele ser más créditos a los gobiernos, más
leyes, más regulaciones y más conferencias en los más deliciosos hoteles del
mundo, donde discutir y negociar una más detallada planificación económica.
Ellos también se empeñan en tratar de imponernos las bonitas reglas de los
países desarrollados, pero si estas mismas hubieran estado vigentes hace 100 o
200 años habrían logrado paralizar o destruir la Revolución Industrial,
impidiendo la transición de economías agrícolas pobres a desarrolladas
economías industrializadas y que hoy en día avanzan hacia economías basadas en
los servicios.
Lamentablemente, la cultura latinoamericana del siglo XXI es anticapitalista
porque la población ha sido convencida por nuestros locuaces políticos que el
capitalismo promueve la desigualdad, mientras que sus bien intencionadas
políticas públicas dirigistas y socialistas son capaces de reducir la pobreza,
a través de más programas sociales y mayor redistribución de la riqueza.
Los tradicionales partidos políticos venezolanos, Acción Democrática y Copei,
que antes se alternaban el poder, solían dedicarse a concentrar en sus manos
el poder político y económico, dejándole prácticamente mano libre a la extrema
izquierda en el campo educacional.
La sanguinaria guerrilla castrista fue derrotada militarmente en Venezuela
hace años, pero muchos de sus líderes -con vista al largo plazo- se dedicaron
desde entonces a cambiar la manera de pensar de la juventud, prestándoles
especial atención a los jóvenes oficiales.
La educación pública promueve la idea de que la libertad es un valor
perfectamente divisible y que lo importante es la libertad política, mientras
que la libertad económica es algo que desean solamente los ricos y los
empresarios para que los bondadosos funcionarios públicos se vean
imposibilitados de proteger al pueblo.
Hoy es grato ver que los estudiantes universitarios en Venezuela son los
abanderados en reclamar la libertad de expresión y de manifestar ardorosamente
en contra de políticas y atropellos del gobierno, pero por varias décadas la
educación primaria, media y universitaria estuvo básicamente regida por
intelectuales de izquierda, quienes firmemente creen que el futuro de la
nación depende de una cada vez mayor concentración del poder político y
económico en manos de sus clarividentes líderes, de una ingeniería social
impuesta por quienes sí saben lo que más conviene a las masas, mientras
sienten un profundo desprecio por los conceptos de libertad individual,
igualdad ante la ley, propiedad privada y el libre mercado.
En nuestros colegios y universidades se suele enseñar sobre las injusticias
sociales ocurridas durante la Revolución Industrial, que fue justamente la
primera vez en la historia universal cuando el ingreso per cápita comenzó a
aumentar significativamente y cuando el nivel de vida de los obreros comenzaba
a ser muy superior al de los trabajadores del campo. Esa curva ascendente del
ingreso per cápita se hacía más perceptible en la medida que aumentaba el
capital invertido, creciendo asimismo tanto la productividad como la demanda
y, en consecuencia, los salarios y el bienestar de los trabajadores.
A mediano y largo plazo, la única manera de aumentar los salarios reales es a
través de incrementos en la productividad de la mano de obra, lo cual se logra
solamente con entrenamiento y mayores inversiones en maquinarias y equipos.
Ante el crecimiento de la demanda, el empresario evalúa constantemente si
conviene más aumentar el número de trabajadores o invertir en maquinaria más
sofisticadas. Si luego baja la demanda, la maquinaria puede ser utilizada por
menos horas, mientras que en muchos países se dificulta o se hace inmensamente
costoso despedir a un trabajador. Eso pareciera beneficiar a la clase obrera,
pero bajo tales condiciones se crean muchos menos empleos porque los
empresarios prefieren invertir en equipos y contratar menos personal.
Otra parte de esa tragedia es que las leyes laborales socialistas en la
práctica imponen un matrimonio obligado entre patronos y los trabajadores,
quienes entonces no saltan a mejores puestos en industrias emergentes y con
gran futuro porque no quieren perder sus prestaciones y beneficios acumulados.
La globalización ha disparado el concepto de la “destrucción creativa”
enunciado por Schumpeter en 1912, en la medida que las innovaciones que surgen
de todas partes del mundo convierten en obsoletos, de la noche al día, a los
inventarios, las ideas, las técnicas y los equipos. Si a esto le agregamos la
inflexibilidad de perjudiciales leyes laborales, tenemos el fracaso
asegurado.
Sin embargo, en América Latina seguimos bajo demagógicas leyes laborales que
imponen altas indemnizaciones y demás beneficios contractuales, sean estos
económicamente viables o no, a la vez que multiplican las regulaciones que
aumentan los costos de operación, reducen la rentabilidad, incrementan la
corrupción, disparan el crecimiento del sector informal, aumentan la
disparidad de ingresos y ahuyentan nuevas inversiones. Esa es realmente la
fórmula segura para el fracaso.
El éxito futuro depende del libre funcionamiento del mercado, a través de la
oferta y la demanda, que permite el flujo de la indispensable información
aportada por precios libres, que a su vez permite la óptima utilización de
limitados recursos. Y al entonces concentrarnos en lo que comparativamente
podemos producir más eficientemente, importando todo lo demás, avanzaríamos
rápidamente hacia una mucho mayor y más generalizada prosperidad.
El mundo socialista
y planificado es altamente retrógrado y conservador, en el sentido que le
cierran la puerta a las innovaciones que, por definición, no pueden formar
parte de un plan centralizado.
Nuestras constituciones socialistas han jugado un importante y negativo papel
en América Latina.
Aunque comenzamos la vida independiente bajo constituciones bastante parecidas
a la de Estados Unidos, la cual, como dije antes, fue principalmente redactada
para proteger al ciudadano de los abusos de los gobernantes, nuestras
constituciones han sido reemplazadas por otras, crecientemente demagógicas y
convertidas en verdaderas piñatas que supuestamente nos garantizan todos los
derechos sociales imaginables. Eso en parte se debe a que son redactadas por
políticos que jamás tuvieron la experiencia de verse obligados a sobrevivir en
un mercado competitivo ni darle el frente al pago de una nómina salarial.
En 1961, la nueva constitución venezolana de corte claramente socialista
introdujo una gran cantidad de los llamados “derechos sociales”, tales como el
derecho al trabajo, a la atención médica, a la vivienda, a salarios “justos”,
etc. El Artículo 99 describía la “función social” de la propiedad, mientras
que los pocos artículos referentes a la libertad económica fueron suspendidos
durante los siguientes 30 años de la vigencia de esa constitución.
De hecho, todas las
constituciones venezolanas desde la de 1936 permiten la suspensión de derechos
y garantías constitucionales en caso de “emergencia nacional”, por lo que no
nos debe extrañar que nuestros gobernantes se acostumbraran a mantenernos en
medio de alguna emergencia nacional para gobernar por decreto.
Otro frecuente problema constitucional latinoamericano es que cumplir con la
letra de nuestras constituciones suele implicar una irremediable quiebra del
Estado. Entonces, una importantísima función de los gobernantes y burócratas
es decidir cómo repartir los premios y castigos entre diferentes grupos:
sindicatos, la burocracia, los sin techo, campesinos, indígenas,
ambientalistas, empresarios, dueños de medios de comunicación, banqueros, etc.
En Venezuela vamos
por la constitución número 26, la cual está en proceso de ser cambiada por
otra aún más socialista y que le permita a Chávez reelegirse de por vida,
destruyendo definitivamente todo vestigio de equilibrio entre los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial. Los presidentes de Ecuador y Bolivia imitan
a Chávez, quien a su vez avanza precipitadamente por el camino del
miserablemente fracasado “socialismo o muerte” trazado por Fidel Castro en
Cuba hace ya casi medio siglo.
Los salarios mínimos y las excesivas regulaciones producen desempleo y
fomentan la informalidad; los altos impuestos del estado bienestar impiden el
ahorro, mientras que los servicios públicos recibidos a cambio suelen ser
deficientes; los controles de precios producen escasez; la politización del
sistema monetario empobrece a la ciudadanía entera y fomenta la huída de
capitales, mientras que la redistribución de la riqueza ha sido el mayor de
los fraudes porque sólo los políticos y sus amigos se han beneficiado.
Nuestra clase política y nuestros intelectuales suelen culpar a Estados Unidos
de los males que afectan a América Latina. Desde el fin de la Segunda Guerra
hasta los años 80 prevaleció en gran parte de América Latina la llamada teoría
de la dependencia promovida por la CEPAL y, especialmente, por su director
desde 1948 hasta 1962, el economista argentino Raúl Presbich. Fue un
abanderado del proteccionismo que definía al intercambio comercial como la
explotación de los países pobres por parte de los países ricos, que nos
exportaban productos manufacturados caros a cambio de materias primas
baratas.
El supuesto remedio fue la sustitución de importaciones a través de la
imposición de permisos, licencias de importación, altos aranceles y cuotas
para proteger a la industria nacional que recibía abundante y barato
financiamiento de los bancos estatales.
Claro que sin competencia extranjera, el mercado nacional tiende a la
concentración y a los monopolios. Así vimos aparecer a millonarios
mercantilistas que rápidamente se dieron cuenta que es mucho más fácil y
remunerador convencer a un ministro o a unos pocos funcionarios encargados de
fijar precios y repartir subsidios que a cientos de miles de consumidores
empeñados en obtener óptima calidad a precios bajos.
Lo que trato de
decir es que entre los peores enemigos del capitalismo en América Latina
sobresalen nuestros pseudocapitalistas mercantilistas.
En los años 70 surgieron en Venezuela los llamados “12 apóstoles” del
presidente Carlos Andrés Pérez, empresarios que gozaron de inmensos
privilegios y jugosos monopolios. Su increíble habilidad se comprueba todavía
hoy al ver a uno que otro de ellos enchufado con Hugo Chávez, por lo que un
conocido escritor y editor venezolano afirma que “los 12 apóstoles de Carlos
Andrés Pérez se han convertido en 40 ladrones de Hugo Chávez”.
En el caso venezolano, pienso que varios de los peores ministros de Hacienda y
Fomento que tuvimos en los años 70 y 80 fueron altos ejecutivos de importantes
grupos empresariales que utilizaban descaradamente sus cargos para beneficiar
a sus socios y jefes, quienes gozaron de privilegios especiales en la
asignación de dólares durante el control de cambio, licencias de importación,
subsidios y créditos baratos de los bancos estatales y de la Corporación
Venezolana de Fomento.
Posteriormente, las llamadas políticas neoliberales de los años 90
frecuentemente le siguieron dando la espalda al libre mercado, desprestigiando
la percepción del capitalismo en la mente del pueblo,
ya que los monopolios y empresas estatales, que en México llegaron a ser más
de 500, a menudo se convirtieron en monopolios y oligopolios privados que
aunque mejoraron la calidad de bienes y servicios, también multiplicaron sus
precios y tarifas, además de que procedieron a despedir a gran parte de la
innecesaria burocracia de las viejas empresas del gobierno.
El símbolo del mercantilismo continental es probablemente el mexicano Carlos
Slim. En abril, la revista Forbes colocó al Sr. Slim en el segundo lugar,
entre la gente más rica del mundo, con una fortuna personal de más de 53 mil
millones de dólares. Pero en junio, el medio financiero mexicano Sentido Común
reportó que Slim había reemplazado a Bill Gates, como el hombre más rico del
mundo, con 67 mil millones de dólares, agregando que Slim y su familia son
dueños de “casi el 8% del producto interno bruto de México”.
Sobre lo que no hay duda es que los mexicanos pagan las tarifas telefónicas
más altas del continente y de todos los 30 países miembros de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo, lo cual le permitió al grupo Telmex, a
partir del año 2000, su agresiva adquisición de empresas telefónicas por casi
toda América Latina.
El llamado neoliberalismo latinoamericano hizo bastante daño y causó mucha
confusión, mientras que en Estados Unidos la izquierda ya se había apoderado
desde hace mucho tiempo del término “liberal”, ilustre vocablo de origen
castellano, que siempre fue el antónimo de “servil”.
La definición del verdadero liberalismo no ha cambiado mucho desde el siglo
XVIII: el individuo es la fuente de sus propios valores morales; el libre
intercambio entre individuos optimiza la eficiencia y la libertad; el mercado
es un orden espontáneo para el mejor uso de escasos recursos; el libre
intercambio entre naciones maximiza la riqueza a través de la división
internacional del trabajo, al mismo tiempo que reduce las tensiones políticas
y la intolerancia nacionalista; las funciones del gobierno son estrictamente
limitadas a lo que los individuos no pueden hacer por sí mismos, en cuanto a
la defensa nacional, a mantener un Estado de Derecho para la protección de las
personas y de sus propiedades, garantizando el cumplimiento de contratos
libremente acordados, con leyes claras y constantes, aplicables a todos por
igual, además de la emisión de una moneda estable y confiable que estimule el
ahorro y el esfuerzo individual.
Para evitar confusiones, los clásico-liberales de hoy se suelen llamar
libertarios.
Creo firmemente que el impresionante crecimiento económico que están logrando
varios países ex comunistas se debe a su rápido avance hacia ese ideal
libertario. Le escuché decir a Mart Laar, exitoso primer ministro de Estonia
durante dos períodos, lo complacido que se sentía de haber comprobado que “las
ideas de Milton Friedman sí funcionan”. El Congreso chino reconoció este año
el derecho de los ciudadanos a la propiedad privada y Albania acaba de
establecer una tasa única del impuesto sobre la renta de 10%, tanto a las
personas naturales como a las empresas, al comprobarse que la reducción y
unificación de la tasa impositiva ha conducido en varios otros países a
aumentar considerablemente la recaudación total. Eso se debe a dos razones: se
reduce drásticamente la evasión y se multiplican las inversiones.
Por cierto que donde primero se instrumentó un impuesto de tasa única y pareja
fue en Hong Kong, donde el ingreso per cápita equivalía en 1960 a 28% del de
Gran Bretaña, pero para 1996 había aumentado a 136% del de Gran Bretaña,
debido a las políticas de libre mercado instrumentadas por John Copperthwaite.
El despegue y éxito de la pequeña Estonia ha sido similarmente espectacular y
su ex primer ministro Laar admite que él no es economista y que ha leído un
solo libro de economía, “Libertad de elegir” de Milton Friedman, añadiendo “yo
era tan ignorante que creía que los beneficios de la privatización, el
impuesto de tasa única y la abolición de las barreras a las importaciones eran
los resultados de reformas económicas practicadas en Occidente. Como eran de
sentido común para mí, creía que habían sido instrumentadas en todas partes.
Sencillamente las introduje en Estonia, a pesar de las advertencias de
nuestros economistas de que no se podía hacer. Decían que era tan imposible
como tratar de caminar sobre el agua. Lo hicimos y simplemente caminamos sobre
el agua porque no sabíamos que era imposible”.
En América Latina tenemos el estupendo ejemplo chileno, una nación
tradicionalmente pobre que al liberar la economía logró disparar un
crecimiento sostenido. En ese nuevo Chile surgió la revolución mundial de las
pensiones, bajo el liderazgo de José Piñera, que ya se ha extendido a 8 países
latinoamericanos, donde más de 50 millones de trabajadores cuentan con más de
100.000 millones de dólares ahorrados en cuentas individuales. Asimismo,
varios países ex comunistas han privatizado sus sistemas de jubilaciones y, en
este campo, Colombia y varias otras naciones latinoamericanas están ya por
delante de Estados Unidos.
Lamentablemente, el gobierno de Estados Unidos nunca se ha preocupado en
vender las ventajas capitalistas de libre comercio y libertad de empresa en
América Latina.
Por el contrario,
desde tiempos de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, cualquier
ayuda económica de Washington estaba sujeta a que los gobiernos
latinoamericanos aumentaran los impuestos y a menudo trataban de imponernos
reformas agrarias que ni siquiera Franklin Roosevelt consideró conveniente
para su país.
En cualquier caso, miles de millones de dólares en ayuda extranjera no han
cambiado nada en el mundo desde que comenzaron tales programas después de la
Segunda Guerra. Como bien lo explicaba el más brillante economista del
desarrollo, Peter Bauer: “El argumento que las donaciones externas son
necesarias para el progreso de los países pobres confunde causa y efecto. Son
los logros económicos los que producen activos y dinero; no son los activos y
el dinero los que producen logros económicos…”
Ahora, en Estados Unidos se habla mucho de “nivelar el campo de juego”, con lo
que algunos sindicatos y sectores industriales y agrícolas súper protegidos y
poco competitivos aspiran seguir aprovechando actuales y futuras barreras a la
importación. Nivelar el campo de juego en realidad significa aumentar el
desempleo y la pobreza en América Latina.
Si Washington realmente creyera en las ventajas del capitalismo, el
representante de Estados Unidos abriera las hasta ahora exageradamente largas
y complejas negociaciones de los tratados bilaterales de libre comercio,
diciendo lo siguiente: “Lo que claramente conviene más a los norteamericanos
es poder comprar los mejores productos y servicios del mundo, al precio más
bajo posible, por lo que procederemos a eliminar cualquier traba o barrera a
la libre importación de productos y servicios provenientes de su país. Y en
beneficio de su propia gente, les sugerimos, aunque en ningún momento le
trataríamos de imponer, que ustedes hagan exactamente lo mismo. Entonces,
finalizada la negociación, procedamos con el brindis”.
En América Latina, muchos de nuestros gobernantes y políticos siguen luchando
contra enemigos imaginarios. Antes se culpaba al imperialismo yanqui que
supuestamente nos obligaba a intercambiar materias primas baratas por
productos manufacturados caros,
hoy es la
globalización, los subsidios agrícolas de los países ricos y las “asimetrías”.
En cuanto a los subsidios agrícolas, si estos, por ejemplo, permiten a
latinoamericanos comprar pan más barato porque es elaborado con trigo
subsidiado por los contribuyentes norteamericanos, ello debería ser más bien
aplaudido y apoyado por quienes pretenden defender a los pobres de su país.
El tema de las asimetrías es todavía más absurdo. Equivale a decir que si un
hombre rico, manejando su Rolls-Royce, se para en un semáforo y le compra una
caja de chicles a un jovencito en alpargatas, se aprovecha y perjudica a ese
muchachito.
Así como los dictadores del siglo XX nos decían que los latinoamericanos no
estábamos listos para la democracia, los políticos de hoy insisten que no
estamos listos para la libertad económica.
El problema latinoamericano es profundo y difícil de combatir porque las
principales trabas al bienestar y a la prosperidad forman parte de nuestras
instituciones: nuestros gobiernos, nuestras leyes y constituciones, nuestros
sistemas judiciales politizados y una educación pública que a lo largo de
varias generaciones ha deformado la manera de pensar de la ciudadanía. Lejos
de promover la responsabilidad individual, la propaganda política en la
educación pública enseña a los niños que el gobierno es el tío rico y
bondadoso que siempre estará allí para ayudarles, cuidarlos y hacer posible su
felicidad. El problema, claro está, es que el gobierno sólo puede darme a mí
lo que antes le quitó a usted.
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