Por Juan Clark
El 17 de septiembre
se cumplieron cuatro décadas y media de la mayor expulsión de
sacerdotes y religiosos ocurrida en este hemisferio. Con ella, el
incipiente totalitarismo castro-comunista pretendía infligir un golpe
mortal a la Iglesia cubana, tras la confiscación en mayo de todo el
sistema de educación privada.
Se aprovechó la ocasión de la malograda tradicional procesión de La
Caridad en La Habana, el día 10 de septiembre. En ella, Arnaldo
Socorro, militante de la Juventud Obrera Católica, fue vilmente
asesinado por la Seguridad del Estado, en su empeño por impedir que
saliera la procesión que -por clamor popular- se efectuó en contra de
la voluntad del párroco, Mons. Eduardo Boza Masvidal. Arnaldo, llevado
en hombros, cargaba un cuadro de La Caridad. Al asesinato
gubernamental se añadió la canallada incalificable del robo del
cadáver del joven mártir a su familia para ser enterrado como “mártir
de la revolución”, siguiendo el patrón de crear íconos revolucionarios
con quienes estorbaban, como fueron los casos de Frank País, Camilo
Cienfuegos y posteriormente el del Che Guevara.
En el vapor español “Covadonga” se embarcó forzosamente al Obispo Boza
y 130 clérigos. Entre ellos iba el Padre Goberna, director del
benemérito observatorio del colegio de Belén, que tanto hiciera por
Cuba en tiempos de huracanes, así como un ex profesor de Castro, el
eminente intelectual Padre Rubinos, y muchos otros considerados
desafectos al régimen, incluyendo al futuro obispo auxiliar de Miami,
el P. Agustín Román. Con esta expulsión se redujo el número de
sacerdotes a unos 300, similar al de la Cuba de principios de ese
siglo y cuyo número se ha mantenido en dicha vecindad desde entonces.
La religión se percibía como un fuerte obstáculo al totalitarismo. Por
ello se emprendió contra ella una campaña de descrédito y división
para la creación de una Iglesia Nacional. Su estrategia fue “hacer
apóstatas, no mártires”, desatando una represión directa no sangrienta
y una indirecta, más solapada. Sus puntos cruciales fueron, en 1961,
la confiscación educativa ya mencionada; la expulsión forzosa que nos
ocupa; la confiscación de todos los medios de comunicación; de las
propiedades como muchos seminarios e iglesias. Posteriormente también
incluyó el encarcelamiento de un número de pastores evangélicos y del
franciscano cubano Miguel Loredo, por 10 años, así como el
confinamiento, en 1965, en los brutales campos de trabajo forzado de
las UMAP a sacerdotes, seminaristas y laicos connotados. La represión
indirecta se centró en la sistemática discriminación de los fieles, a
nivel educacional y laboral. Estos pasaron a ser ciudadanos de 2a o 3a
clase, pues ser religioso ha constituido una “mancha” en el expediente
personal. Ellos han de resignarse al “martirio en vida”, como
describiera en el 2004, en México, el obispo cubano Alfredo Petit.
La lucha antirreligiosa se ha realizado también a través de los medios
de comunicación. Se ha denigrado lo más posible al sacerdote, se le ha
hostigado de múltiples maneras, principalmente con los intentos de
chantaje, los rumores, la infiltración en las congregaciones y el
saboteo de su labor pastoral. Debe enfatizarse que el control directo
e indirecto de la religión está en manos de una entidad no
gubernamental, la Oficina de Asuntos Religiosos del Partido Comunista,
actualmente bajo la chancleta represiva de Caridad Diego Bello. De
ésta dependerá, arbitraria y caprichosamente, la entrada y salida de
personal religioso, al igual que el de suministros vitales. Ella
procura hostigar lo más posible, “con puño de acero, pero con guantes
de seda”, obstaculizando la vigencia y propagación de la fe, pero sin
mostrar mucho su garra represiva. A la vez, se le ha dado auge a las
expresiones religiosas sincréticas, carentes de una código moral, a
modo de erosionar la ortodoxia cristiana.
A pesar de ésto, la religión ha ido creando espacios de solidaridad,
promoción humana y libertad, como semilla de sociedad civil. Estos han
sido una especie de oasis dentro del desierto totalitario, con sus
publicaciones diocesanas -particularmente las católicas- y los
servicios sociales a los más necesitados, a pesar del criminal saboteo
gubernamental, especialmente a Cáritas en su labor de asistencia
humanitaria. Clama al cielo la actuación gansteril de Castro contra
este esfuerzo de ayuda al pueblo que sufre. A Cáritas -que no ha sido
reconocida legalmente- no se le permite importar donaciones del
extranjero a menos que sean distribuidas por manos gubernamentales.
Encima de ello, se le obliga a comprar a precio de detalle en las
“shopping” productos, como leche en polvo, que se distribuyen luego
gratuitamente... Sabemos que en su vileza miserable, el régimen ha
llegado a vender al pueblo donaciones humanitarias recibidas de
Europa.
A los ojos de la comunidad mundial, conviene a Castro que las iglesias
estén abiertas y se aparente un clima de normalidad religiosa.
Ciertamente hay una relativa libertad de culto, pero a la vez hay una
carencia casi total de libertad religiosa. Al cabo de 45 años la
represión religiosa sigue siendo puño de acero, con guantes de más
seda. O, al decir del campesino, la religión “está suelta, pero con la
soga a rastre...”.
* * *
El Dr. Clark es Profesor Emérito de Sociología del Miami-Dade College.