15-03-2010
Sí, todos hemos sido en un momento de nuestras vidas, delincuentes comunes
de acuerdo a la clasificación del régimen comunista.
A Guillermo Fariñas y Orlando Zapata Tamayo,
La primera reacción fue de cólera. Deseos de prorrumpir a gritos en las
conciencias dormidas de los repetidores que, en su función de papagayos, se
llenan las bocas dando pábulo a infamias tales como que Orlando Zapata Tamayo,
recientemente fallecido en Cuba tras una prolongada huelga de hambre, era un
delincuente común, al igual que Guillermo Coco Fariñas, cuyo estado, por la
misma causa, es de extrema gravedad.
Tras el primer impulso, lógico por demás y rezumando duelo, empecé a darle
vueltas a la moviola, rebobinando la historia de esa isla donde, tristemente y
a la vista de todos, ha llegado la hora de las inmolaciones.
¿Qué es, en Cuba, ser un delincuente común? Me pregunté. Le pregunté a doña
Lázara, mi madre; pregunté a mis hermanos, a mis amigos, en fin, a todo
compatriota que quisiera escucharme y llegué a la conclusión de que no existe,
entre el cielo y la tierra, un cubano que escape al gigantesco marco de esa
definición, impuesta a fuerza de arbitrariedad y es que en Cuba sólo hay dos
tipos de delitos: los comunes y los bárbaros. Comunes somos todos los
plebeyos, los que no pertenecemos a la casta del señor feudal y en cuanto a
los bárbaros, ya saben a quiénes me refiero.
El 12 de marzo de 2010, acaban de cumplirse cuarenta y ocho años, se
implementó el uso la libreta o cartilla de racionamiento y con ella, un estilo
de vida: “lo que vino”, “lo que me toca” “lo que me dan” en resumen: lo único
que merezco, empezó, como todo vocabulario, a conformar una nueva mentalidad
restrictiva, basada, en principio, en la imposibilidad de elegir y tomar
decisiones individuales hasta para alimentarse, vestirse, calzarse, etc. Ese
fue el exitoso comienzo de una campaña muy hábil, de diseño perfecto, con el
propósito de controlar a toda costa a los isleños, convenientemente censados y
sujetos a los registros en las oficinas denominadas OFICODA, sin cuya
autorización no podías viajar por el interior del país. Los artículos de
primera necesidad fueron desapareciendo de bodegas y tiendas, mientras
aparecían como por arte de magia en los crecientes mercados negros. El robo se
institucionalizó y con él, la frenética actividad del contrabando pasó a
sustituir las demandas normales de cualquier sociedad. La gran mayoría de la
población empezó a sobrevivir en la cuerda floja de una ilegalidad
prefabricada. “Aquí no hay nada, pero se consigue de todo”, comentábamos en
voz baja. Eso era y sigue siendo verdad. Cualquier cosa, por absurda que
parezca, se puede obtener de estraperlo, con lo cual, se extendió por toda la
isla un profundo sentimiento de marginalidad que terminó vulnerándonos
profundamente.
Como acotación y viéndola venir, apunto que el cacareado bloqueo o embargo
nada tuvo ni tiene que ver en el asunto: al régimen venezolano, encabezado por
esa mutación política llamada Hugo Chávez, no se le ha impuesto embargo alguno
y va, paso por paso, calcando el modelo castrista de repartición de la
miseria.
En la isla todo se viró del revés; las fronteras entre lo legal y lo ilegal se
hicieron tan imprecisas, que orientarse en medio de la confusión y las dudas
incrementó otro de los más anquilosantes sentimientos: la culpabilidad de
quien siente que está faltando en algo y espera, de un momento a otro, los
temidos golpes en la puerta.
El hecho de saber que está cometiendo un delito, aunque sea en función de
cubrir sus necesidades básicas, es suficiente para que un ser humano se
paralice moralmente. Sobrevivir, escapar, rapiñar, son actitudes que lastran
hondamente la psiquis del hombre en sentido genérico y terminan devaluándolo
ante sus propios ojos.
Delincuentes fueron considerados los primeros en llevar el pelo largo; los
pioneros en el uso de pantalones con patas de campana; los que escuchaban a
The Beatles, los gays, las lesbianas, los católicos; los intelectuales con
ínfulas de independencia, en fin…
El hábito de mentir a cajas destempladas se instaló en cada hogar, en las
escuelas, en los centros de trabajo. Mentir, en Cuba, no constituye delito
pero, decir o escribir lo que piensas, sí es delito común. Si eres delator
estás bien visto; si te declaras pacifista, eres el más común de los
delincuentes.
Las tiendas, los hoteles, las playas y restaurantes sólo para turistas
extranjeros añadieron gran dosis de ansiedad sobre nuestra pobre estima a ras
del suelo. Médicos, arquitectos, profesores, ingenieros, etc., fueron
convertidos en delincuentes para mayor conveniencia del régimen porque, quien
se come un filete de trasmano y se atreva a expresar libremente su opinión,
será apresado, juzgado y encarcelado como un delincuente común, lo mismo quien
no acepte el maltrato policial, o quien no esté dispuesto a que el techo se le
caiga encima y compre “por la izquierda” —curioso término- los materiales de
reparación.
Para huir de los bárbaros nos convertirnos en delincuentes migratorios,
expertos en salidas ilegales, entradas ilegales y a vivir ilegalmente en el
sitio al que lleguemos, si tenemos la suerte de llegar.
Quienes permanecen en la isla, hombres y mujeres, mayores y menores por igual,
están obligados a ejercer cualquier tipo de prostitución, no sólo la sexual.
Se miente, se roba, se compra lo robado por otros, se anhela con fervor la
mesada que desde el exilio envían los parientes que una vez fueron despedidos
con insultos y piedras.
¡Cualquiera puede ser delincuente común en un país que durante décadas ha
servido de refugio y campo de entrenamiento a los etarras y donde, en 1981, se
inauguró a bombo y platillo un monumento a los miembros del Ejército
Republicano Irlandés (IRA) muertos en huelga de hambre y sin embargo, deja
morir de hambre y de ignominia a quienes son internacionalmente reconocidos
como Prisioneros de Conciencia!
Todo esto se hace con la anuencia del sistema, que quita de aquí para poner
allá manteniendo a todo el mundo en un espeso limbo de transgresión, con los
sentidos direccionados únicamente hacia la supervivencia y bueno, sabido es
que los hambrientos nunca se rebelan, el estómago debe estar lleno para que el
pensamiento de rebelión se geste en la cabeza. Así fue, así es y así será en
todos los sitios y en todas las épocas y si a esto le añadimos que en Cuba,
cualquier delito, incluso asesinar, es tratado con menos rigor que el de
convertirse en un C.R. -siglas con las que, entre la oficialidad, se refieren
a los Contra Revolucionarios- ya podemos hacernos una idea de lo difícil que
es comprar un pollo a hurtadillas y a la vez manifestarse a favor de un cambio
político.
Una lista de los logros obtenidos por la “robolución” cubana en ese único y
estricto sentido, se haría interminable, pero así es y debemos asumirlo: en
Cuba, si estás vivo y no eres del partido de los bárbaros, eres un delincuente
común, no importa cómo tires la moneda, siempre caerá del lado contrario. Por
lo pronto, la pregunta que me hago es si, en verdad, todos y cada uno de los
hombres y mujeres que abarrotan las cárceles no son sino prisioneros políticos
reconvertidos en delincuentes comunes producto de la locura y la necesidad.
¡Jamás ningún plan de exterminio masivo a largo plazo ha funcionado de manera
tan sistemática y certera!
Nunca volveré a sentirme ofendida porque la tiranía y sus repetidores nos
llamen delincuentes comunes. Allí nacimos, Allí compramos carne, jabón,
dentífrico, bragas, calcetines, papel de baño, libros en el mercado negro.
¿Delincuentes comunes? ¡A mucha honra! ¿Y qué?
Por Maria Elena Cruz Varela